Que todo arda, que juntos nada nos detenga

Una mirada a eso que nos mueve a seguir creando, incluso cuando todo arde. Sobre las grietas, el caos, el impulso de continuar… y la fuerza de hacerlo juntos. 

Durante años, tuve en la pared una postal con la frase “Vivo, mientras bailo”. Una frase potente, que resuena profundamente en mí, dicha por el legendario bailarín Rudolf Nureyev. Y sí, es una verdad que me impulsa. Bailar es esa conexión profunda con lo esencial, el lenguaje que me permite expresar incluso lo que no sabía que sentía. Y es precisamente al sumergirme en esa manifestación de lo indecible, al hurgar en esas profundidades, que reconozco algo que compartimos muchos artistas, el vasto universo de las emociones. 

Esta inmersión absoluta, tan vital y transformadora, puede volverse una habitación sin ventanas. Esa conexión intensa con el arte, la que nos sumerge en un torbellino de sensaciones y nos atraviesa por completo, termina a veces empujándonos hacia una visión reducida de la realidad. Hubo un momento en mi vida en que idealicé bailar. Sentía que solo ahí residía el verdadero valor de mi existencia, como si la vida, fuera del movimiento, simplemente no valiera la pena. Era un refugio absoluto, pero también una burbuja excluyente. 

Pero esa visión reducida, tarde o temprano choca con la realidad. Recuerdo que hace unos días, en pleno ensayo, el empeine de mi pie —aun cicatrizando por una quemadura que me hice al bailar en un piso que no era el adecuado— se abrió inesperadamente. Estaba inmersa en la fluidez del movimiento, sintiendo cada gesto con total plenitud, cuando de pronto la piel se rompió y la sangre comenzó a chorrear, manchando de rojo el momento. Mi primer impulso, mi única respuesta, fue seguir. No había otra opción. Fue en ese instante, con la sangre viva en el empeine y la decisión inquebrantable de no parar, donde se me reveló que la verdadera fuerza no residía en la perfección ni en la soledad, sino en la obstinación de seguir, pese a todo. Nuestra existencia artística es, a menudo, una oscilación constante entre lo sublime y lo crudo de nuestra condición humana.  

Y seamos honestos: ¿cuántos de ustedes, “seres sensibles del arte”, no se han sentido felizmente atrapados en ese instante en que todo fluye —las ideas, los movimientos, los sonidos, las palabras— para luego caer, de bruces, en una dinámica… digamos, menos fluida? Esa transición abrupta, de la efervescencia creativa al recordatorio de que somos de carne y hueso, desarma cualquier fantasía de perfección. 

Es una ironía deliciosa, ¿no creen? Nos entregamos con disciplina y sensibilidad a construir nuestra visión, pero la esfera de la creación se convierte también en un caldo de cultivo para dinámicas menos luminosas, una obra paralela para la que nadie compró boleta. Podría parecer que flotamos en nubes de algodón, pero no. Aquí también hay tensiones por el espacio, por el reconocimiento, y atmósferas densas. La inspiración, a veces, convive con pequeñas tormentas — desacuerdos, incomodidades y formas distintas — a veces irreconciliables — de ver el mundo. 

Pero las sombras en el lienzo de la vida artística van más allá de esas fricciones. Ser artista —o dedicarse a cualquier forma de creación— implica una vulnerabilidad constante: no solo ante el juicio o la crítica, sino también frente a una precariedad que muchas veces roza lo absurdo. Esa vulnerabilidad se revela en cada obra expuesta, en cada movimiento en escena, en cada palabra compartida, donde el alma se desnuda ante la mirada ajena. Y la precariedad, como un telón de fondo, nos recuerda la delgada línea que separa la vocación de la subsistencia. Claro, siempre habrá una que otra Karol G flotando en su avión privado, demostrando que sí se puede. Pero, siendo sinceros, esa realidad difícil ha sido parte del recorrido de muchos artistas. Es un camino lleno de retos, más aún para quienes hacemos artes escénicas en Colombia. Afuera del escenario, la coreografía de la vida suele incluir hacer malabares con el cuerpo que duele, con el tiempo, con el dinero y hasta con las ganas. 

Y es por todo esto que seguimos creando —aunque casi nunca haya aplausos fáciles y la realidad nos obligue a encontrar un equilibrio entre lo que queremos hacer y lo que el día a día demanda. Esa obstinación por continuar —esa resiliencia a pesar de la herida no es solo mía, sino una verdad que resuena en la médula de muchísimos artistas. Ahora comprendo que no soy "solo yo" sangrando y siguiendo, sino "todos nosotros" persistiendo, esa es la base de todo. El detalle es que, si seguimos chocando, tropezando y jalando cada uno para su lado, el esfuerzo de cada artista seguirá siendo una carga solitaria y la visibilidad o valoración social que buscamos nunca llegará. Por eso, la única salida real está en la resistencia colectiva, en avivar juntos el fuego creativo y avanzar hombro a hombro, porque cuando arda esa fuerza compartida, nada ni nadie podrá detenernos. 


Paola Chaves Olarte

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